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sábado, 12 de agosto de 2017

ALGUNAS IDEAS DEL PENSADOR ROGER SCRUTON

                                           
                                                  EL AMANECER DEL HOMBRE

                                         
                                                 ¿POR QUE LA BELLEZA  IMPORTA ?
                                                          Roger Scruton

lunes, 6 de abril de 2015

El hombre-florero MARIO VARGAS LLOSA 5 ABR 2015 .EL PAIS DE MADRID.

En un banco del templo de Debod, decorado con hojas y ramas, vivía un vagabundo culto, insolvente y feliz; nunca se preocupó por la amenaza de una enfermedad o por una vejez sin recursos
                                                                  FERNANDO VICENTE
Cuando estoy en Madrid camino todos los días, temprano en las mañanas, por un circuito  que, arrancando de la plaza de las Descalzas, me lleva a cruzar la plaza de Isabel II, el Palacio de Oriente, pasar ante los Jardines de Sabatini, bordear el parque de Debod, bajar por el paseo del Pintor Rosales hasta la transversal que se hunde en el parque del Oeste, dar allí media vuelta y desandar todo lo andado por un desvío que me permite recorrer, esta vez desde el interior, todo el parque de Debod y divisar a veces la solitaria ardillita que vive allí, saltando entre sus árboles. Es un itinerario tranquilo y agradable, que toma una hora justa, en la que suelo cruzarme y descruzarme con las mismas personas: el cojito del gran danés, el japonés marcial y su paso de ganso, las alegres comadres del Debod y su solitario gonfalonero, y Ángela Molina despidiendo a su hijita menor en la puerta del autobús de su colegio.

Pero hace algunos años advertí una novedad en mi recorrido: una de las bancas del paseo que discurre al pie de la suave colina donde está el templo egipcio había sido decorada con las hojas y ramitas que el viento arranca y había en este arreglo una gracia y un buen gusto que llamaban la atención. No muchos días después conocí al decorador. Nunca supe su nombre y me acostumbré a llamarlo siempre el hombre-florero. Porque él se decoraba también a sí mismo, con la elegancia y picardía con que adornaba la banca en la que —supongo— vivía y dormía. A diferencia de la mayoría de personas que pasan la noche en las bancas y jardines del lugar, y que suelen ser moldavos, rumanos y búlgaros, el hombre-florero era español y, por su acento, inequívocamente castellano. Al pasar yo frente a su banca, ya estaba lavado, peinado y decorado, con flores, hojas y ramitas que animaban su sombrerito y sus orejas, su camisa y hasta sus pantalones. Había mucha gracia en la manera como se engalanaba y, más tarde, cuando nos hicimos amigos, me aseguró enfáticamente que toda esa vegetación con la que él coloreaba su banca, su cuerpo y su atuendo no había sido jamás arrebatada por él a las plantas, las flores o los árboles, sino por otros o por el viento: él se limitaba a recogerla del suelo y a darle una segunda vida, ya no natural sino estética.

Nuestra amistad nació de un episodio circunstancial. Una de esas mañanas, al pasar frente a su banca, vi al hombre-florero discutiendo con dos policías que querían sacarlo de allí, alegando que esa banca que él había convertido en su vivienda y en una especie de monumento a la ecología y al arte bruto era un bien público. Me apenó mucho que fueran a echarlo de allí y me atreví a interceder por él. Por fortuna, los dos policías me reconocieron y se dejaron convencer por mis razones, que eran éstas: el hombre-florero no hacía daño a nadie ni a nada, más bien colaboraba con los recogedores de la basura y había convertido aquella banca del parque de Debod en una obra de arte que podía seguir siendo usada y a la vez admirada por los transeúntes.

Desde entonces y mientras vivió en el parque de Debod, el hombre-florero, apenas me veía venir, se ponía de pie, me acompañaba un buen trecho y conversábamos. Aunque, en realidad, hablaba sobre todo él y yo lo escuchaba, fascinado por sus conocimientos. Me ofrecía siempre, como una guía viviente, todos los espectáculos artísticos de que uno podía disfrutar gratis en Madrid en esa jornada o en las venideras: ensayos de orquestas o cantantes, películas u obras de teatro que se daban en las embajadas, centros culturales extranjeros, iglesias, cofradías, oenegés, conferencias, mesas redondas, recitales, exposiciones y, un día, hasta una función gratuita que daba un circo ¡para enfermos, discapacitados e invidentes! Él asistía a todo eso y por ello tenía sus días muy ocupados, pues se desplazaba por Madrid naturalmente siempre a pie. Su amor por todas las manifestaciones de la cultura era tan genuino como el que profesaba a la naturaleza y sus opiniones sobre películas, dramas, pinturas, música e ideas (a condición de que no fueran políticas, contra las que parecía vacunado) siempre me parecieron respetables.

Era un hombre relativamente joven —entre 40 y 50, calculo— y nunca parecía haber llevado otra vida que ésta, es decir, la de un hombre-florero de la calle, contento y entusiasta con lo que hacía y, sobre todo, con lo que no hacía. Muchas veces tuve la tentación de entrevistarlo, para saber cómo y por qué había llegado a ser eso que era —un vagabundo culto, insolvente y feliz—y preguntarle si a veces no lo sobresaltaba el temor de una enfermedad, de una vejez sin recursos, si en esa soledad irreductible en la que parecía confinado no echaba a veces de menos la idea de una pareja, de una familia, pero nunca me atreví. Tenía la impresión de que someterlo a ese género de interrogatorio podía ofenderlo.

Un día descubrí que otro de sus quehaceres era echar una mano a los drogadictos que, como él, habían hecho de la calle su hogar. Había sobre todo un muchacho de origen mexicano, que caía por las noches en el parque de Debod y que, psíquicamente maltratado por la heroína, padecía de ataques autodestructivos y hablaba de suicidarse. Seguí a través de lo que me contaba sus desesperados esfuerzos para convencerlo de que, pese a todo, la vida valía la pena de ser vivida, porque había en ella muchas cosas hermosas, incluso para quienes carecían de recursos. Un día me aseguró, resplandeciente de felicidad: “Creo que lo he convencido”. Era un optimista visceral y siempre estaba risueño. Un día me atreví a preguntarle si una persona sin dinero, en Madrid, no estaba irremediablemente condenada a perecer de inanición. “En absoluto”, me explicó. Y de inmediato me enumeró por lo menos una docena de refectorios y comederos regentados por órdenes religiosas —católicas, evangélicas— o sociedades laicas que ofrecían bocadillos o la tradicional “sopa de pobres” a los menesterosos de la ciudad.

Como paso intervalos de largos meses fuera de Madrid, al retorno de uno de ellos me llevé la desagradable sorpresa, en mi caminata tempranera, de que la banca del hombre-florero ya no existía. ¿La había abandonado él mismo, empujado por su espíritu nómada, o la habían destruido unos policías menos tolerantes que aquellos gracias a los cuales nació nuestra amistad? Me entristeció mucho la desaparición de ese amigo momentáneo que daba siempre una nota emotiva y cálida a los paseos con que comienzo el día. Pregunté a las alegres comadres del parque de Debod y ninguna de ellas se acordaba siquiera de él. Pero el cojito del perro gran danés me dijo que, aunque él mismo no lo había visto con sus ojos, pensaba que se había mudado a la plaza de Oriente porque había divisado allí una banquita con los adornos vegetales con que arropaba su banca de estos lares.

No encontré la tal banca pero sí lo encontré a él, muchos meses después de aquello que cuento, al pie de la bella estatua ecuestre de la plaza de Oriente. Nos dimos un abrazo. Era el mismo personaje risueño, entusiasta y reconciliado con la vida de antaño, pero era también otro. Ya no había rastro de vegetación en su ropa ni en su cuerpo y, en su boca, no era la cultura la que llevaba la voz cantante sino la religión. Me habló, de entrada y sin parar, como si retomáramos una conversación de la víspera, y con la misma fogosidad de antaño, del Santo Padre Pío de Pietrelcina, un monje capuchino italiano que, al parecer, hizo milagros y exhibía en sus manos los estigmas de la pasión de Cristo, sobre el que tenía una información apabullante. Conocía su vida, sus enfermedades, sus virtudes, sus hazañas sobrenaturales, y, como en el pasado me recomendaba espectáculos, charlas, recitales o exposiciones, ahora me ilustró sobre las misas donde se escuchaban los sermones más inspirados y donde se oían a los mejores coros de la ciudad y las tertulias sagradas que valía la pena no perderse.

Al despedirnos, me dejó en las manos un prospecto de las actividades de la semana en el vecino monasterio de la Encarnación. Fue la última vez que lo vi, hace de esto dos o tres años. ¿Por qué escribo sobre él? Porque esta mañana, mientras hacía mi caminata matutina en el malecón de Barranco, dentro de una neblina que anuncia ya el próximo invierno de Lima, de repente creí verlo, al borde de los acantilados, pobre y libérrimo, exaltado y feliz, más que nunca convencido de que en esta vida nadie tiene derecho de aburrirse ni de deprimirse, porque, pese a todo, ella es lo mejor que nos ha pasado.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2015.

© Mario Vargas Llosa, 2015


miércoles, 26 de noviembre de 2014

Seis actitudes que tienen hartos a los profesores en el aula.

Foto: Ilustración: Gio


No leer, chatear por el móvil y comer en clase, aspectos que sacan de quicio a los académicos.
Por: EL MERCURIO |
11:48 p.m. | 22 de noviembre de 2014


"La causa de estas quejas no es solo la pereza cognitiva del alumno, sino también lo que el profesor y la universidad ofrecen como cultura académica", dice Mauricio Pérez Abril.
Algunos llevan décadas enseñando en las aulas, varios se cuentan entre los mejor evaluados por sus alumnos, unos dan clase en los primeros años de universidad, y otros, a los que están al final de la carrera. Hay quienes enseñan en carreras humanistas, otros son cien por ciento matemáticos.
El abanico es amplio, pero cuando les dimos a una decena de profesores de educación superior un minuto de confianza para desahogar aquello que más les molesta de sus alumnos, las respuestas se repitieron casi como una letanía. El estudio, que se realizó con una decena de profesores chilenos, demostró la coincidencia en las actitudes que más les molestan, desde lo anecdótico a temas más preocupantes.
En Colombia, los motivos de disgusto son similares, aunque algunos, como Mauricio Pérez Abril, director del grupo de investigación de Pedagogías de la Lectura y la Escritura de la Javeriana, señalan que aunque esos son los síntomas, la culpa es compartida. “La causa de estas quejas no es solo la pereza cognitiva del alumno, sino también lo que el profesor y la universidad ofrecen como cultura académica”, dice.
A continuación, los aspectos en que hubo mayor coincidencia:
Ley del mínimo esfuerzo
La lógica instrumental desmotiva a varios profesores. “Lo que más me molesta es cuando preguntan: ‘¿esto entra para la prueba?’, con la idea implícita de ‘si no, no me importa’. A veces creo que hay alumnos que solo quieren sacar el título. No les interesa aprender”, analiza un profesor senior. El más joven se queja de lo mismo: “Preguntan: ‘¡¿hay que leer todo el texto?!’, ‘pero, ¿qué va a entrar en la prueba?’. Es la ley del mínimo esfuerzo”.
“En quinto año, si estiman que lo que uno pasa no les va a servir, simplemente no vienen”, agrega una docente. “El alumno hoy está articulado alrededor de ‘para qué sirve’ lo que le enseñan, qué utilidad tiene –agrega otro–. Y hay contenidos que apuntan solo a desarrollar la capacidad reflexiva. Les digo: ‘sirve para que sean más inteligentes. Para que en la próxima reunión familiar parezcan más cultos’ ”, ironiza.
Miran para otro lado
Si no leen, no es raro que su participación en las clases sea escasa. “No opinan. Uno pregunta y es como si pasaran un millón de ángeles. Hay hasta un minuto de silencio, y ellos miran para otro lado”, dice un profesor joven.
Otro que lleva años dictando cátedra coincide: “A veces algunos hablan aunque no sepan, pero en muchos casos es el cementerio total. Tienes que mirarlos fijo para que se sientan obligados a hablar”.
“Es frustrante –agrega otro–, porque uno prepara material antes de la clase, lleva casos para analizar y espera tener una clase participativa, pero te das cuenta de que no se puede, porque ellos no leyeron. Los que opinan son siempre los mismos, cuatro o cinco. Y los otros se empiezan a aburrir y agarran el celular”, dice.
El móvil es más importante
“La regla es que si el celular suena, el dueño tiene que salir a hacer una gracia frente al curso, como recitar o bailar. Como son tímidos, funciona”, cuenta un profesor sobre su experiencia. Pocos, sin embargo, logran disimular el uso de WhatsApp y redes sociales. “Mandan mensajes por debajo de la mesa y sonríen como bobos, pensando que uno no se da cuenta”, delata uno. En otra universidad, “los sacan descaradamente y chatean. Uno no puede retarlos. No estamos en el colegio”, dice una profesora.
Y otro se queja: “Parece que el mensaje que les mandan es más importante que la clase. “Intentan disimular, porque saben que me enfurezco. Les digo: ‘mándele saludos a su noviecita’, y ahí lo guardan”.
Impuntuales y comelones
Para los académicos, hay actitudes de sus alumnos impensables cuando ellos fueron estudiantes. “Comen en clases. Sacan barras de cereal, bebidas... Yo tiré la toalla con la gente comiendo en clase”. La impuntualidad de algunos también es motivo de fastidio. “Llegan 10 minutos tarde y se enojan porque no los dejas entrar”. Otra queja de quienes tienen años de docencia es el saludo. “Que las estudiantes lleguen saludando de beso me incomoda. Quiebra la distancia de autoridad necesaria”, dice otro.
‘Súbame la noooota’
Al final del año suelen aparecer estudiantes abrumados por una nota que no les alcanza para pasar. “Considero extraordinariamente irritante que invoquen razones extracurriculares para subirles la nota, como ‘soy el primero de la familia que llega a la universidad’ o ‘con esta nota voy a perder la beca’. ¡Uno no puede subir notas por razones humanitarias o compasión!”, señala un profesor joven, que condena igualmente a “algunas chicas que esbozan una sonrisita para que le subas la nota o incluso visten provocativamente, con escotes, por si les funciona”.
‘No alcancé a leerlo’
Leer parece ser una costumbre en retirada en la actual generación de estudiantes, pues es el más reiterado y vehemente reclamo de los profesores. “Lo que más me molesta es que jamás leen. Si no hay prueba, no leen, y cuando leen te das cuenta de que además tienen muy poca comprensión de lectura”. “El concepto de lectura obligatoria no significa nada para ellos, aunque figure en el programa. No está en su hábito hacerse un plan de lectura”, reclaman dos profesores del área de ciencias sociales. Y otro agrega, “entonces uno, como las abuelitas, tiene que empezar a contarles de qué se trataba el texto y decirles ‘esto es lo principal’, y ellos anotan y anotan, en una actividad intelectual totalmente pasiva”.

EL MERCURIO (CHILE).

lunes, 10 de noviembre de 2014

"Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos" publicado por Primeros Cristianos

 

Fiesta de Todos los Santos - 1 de Noviembre                 

Los primeros cristianos quisieron reservar un día para la celebración de tantos mártires anónimos, que habían sido acogidos en el cielo por Aquel por quien dieron su vida. Surge así la fiesta de Todos los santos.

Hoy recordamos no sólo aquellos primeros mártires, sino tantos y tantas hijos e hijas de Dios a lo largo de la historia Dios les ha premiado con el cielo. Es la fiesta de la Iglesia triunfante.

La fiesta de Todos los Santos

Parece que en el siglo VIII, en algunas zonas de las islas británicas, no en todas, se celebraba esta fiesta de Todos los Santos el día 1 de noviembre. En otras zonas, como en Irlanda, se celebraba el día 20 de abril.

Será el papa Gregorio III en el siglo VIII quien movió la fiesta desde el día 13 de mayo al día 1 de noviembre, ligada ahora a todos los Apóstoles, todos los Mártires y Confesores, y todos los Santos o Justos de la Iglesia, al dedicarles un oratorio en el actual emplazamiento de la Basílica de San Pedro, según algunos autores el día 1 de noviembre.
Fue el papa Gregorio IV en el año 835 cuando pidió al rey-emperador Luis el Piadoso, hijo de Carlomagno, que marcara la fiesta en el día 1 de noviembre para todo el Imperio Sacro, posiblemente por influjo de las zonas británicas que ya lo celebraban ese día. El día 1 de noviembre es una fiesta cristiana desde sus orígenes.

El Papa Francisco explica qué es la comunión de los santos

30 de octubre, 2013.
Durante la Audiencia General del miércoles, Francisco describió la comunión de los santos como fraternidad espiritual. Francisco añadió que esta unidad también se extiende a los católicos de hoy, unidos entre sí por el Cuerpo de Cristo. El resultado de esta comunión, concluyó el Papa, es que los católicos se apoyan espiritualmente unos a otros.

TRADUCCIÓN AL ESPAÑOL DE LA CATEQUESIS DEL PAPA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar sobre una realidad muy bella de nuestra fe: “la comunión de los santos”. Esta expresión tiene dos significados relacionados: comunión en las cosas santas y comunión entre las personas santas. El segundo significado recuerda que existe una comunión de vida entre los que creemos en Cristo y nos hemos incorporado a Él en la Iglesia por el Bautismo.
La relación entre Jesús y el Padre es la “matriz” del vínculo entre los cristianos: si estamos radicados en esta “matriz”, en este fuego ardiente de amor que es la Trinidad, podemos llegar a poseer un único corazón y una única alma, porque el amor de Dios abrasa nuestros egoísmos, juicios y divisiones. La “comunión de los santos” es una gran familia, donde todos los miembros se ayudan y se sostienen entre sí. Preguntémonos: ¿Sabemos compartir las incertezas de nuestro itinerario de fe buscando la fraterna ayuda de la oración y del consuelo espiritual? ¿Estamos disponibles a escuchar y ayudar a cuantos nos lo piden? La “comunión de los santos”, gracias a la Resurrección de Cristo, establece un vínculo profundo e indisoluble entre los que peregrinan en la tierra, las ánimas del Purgatorio y los que gozan de la bienaventuranza celeste, en la que nos unimos como Iglesia, que encuentra en la oración de intercesión la más alta forma de solidaridad.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, El Salvador, México y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a redescubrir la belleza de la fe en la comunión de los santos. Una realidad que nos concierne mientras somos peregrinos en el tiempo, y en la cual, con la gracia de Dios, viviremos para siempre. Muchas gracias.




AUGUSTO. DE REVOLUCIONARIO A EMPERADOR DE. ADRIAN GOLSWORTHY






 
  Babelia
EN PORTADA / ENTREVISTA

Lecciones de Augusto para un mundo en riesgo

Dos mil años después, un repaso a la figura del emperador romano proyecta reflexiones para defender la democracia

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Busto de Augusto encontrado en Sudán y expuesto en el Museo Británico. / Lionel Derimais

 
 
 
 
 
Shakespeare dedicó tragedias a Julio César y a Cleopatra y Marco Antonio, pero no a Augusto. Es un personaje importante, pero también secundario, en Yo, Claudio, de Robert Graves, así como en la versión de Cleopatra que protagonizó Elizabeth Taylor. Sin embargo, el primer emperador de Roma, el hombre que acabó con la República aunque conservó hábilmente sus instituciones vacías de poder, fue cualquier cosa menos un personaje secundario de la historia: Cayo Octavio (63 antes de Cristo-14 después de Cristo), bajo el nombre de César Augusto, es una figura ineludible para entender lo que fue Roma y, por tanto, lo que somos nosotros y, a la vez, absolutamente contemporánea, porque su biografía plantea cuestiones cruciales como el naufragio que puede sufrir una democracia cuando sus instituciones dejan de funcionar o la tragedia de tener que elegir entre el caos o la dictadura (libios, iraquíes y sirios tendrían mucho que decir sobre este tema).

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    Su vida no estuvo formada sólo de política: tenía un enorme sentido del humor; durante su reinado vivieron los tres poetas latinos más importantes, Horacio, Ovidio y Virgilio, de hecho, tuvo con este último el mismo papel que Max Brod con Kafka: se negó a cumplir su última voluntad de quemar sus obras y gracias a eso la Eneida ha llegado hasta nosotros. Fue un lúcido planificador urbano y un excelente administrador. También, y es algo que no se debe olvidar, un tirano despiadado y sangriento en su camino hacia el poder: organizó junto a sus entonces compañeros de triunvirato, Marco Antonio y Lépido, las llamadas proscripciones, las listas negras de ciudadanos condenados a morir (y a perder todos sus bienes). Shakespeare resumió su crueldad en un par de frases: “Todos estos entonces deben morir. Sus nombres quedan anotados”. Así lo describe Suetonio en su Vida del divino Augusto (Gredos, en traducción de Rosa María Agudo Cubas): “Cuando dieron comienzo, las puso en práctica con más saña que los otros dos. De hecho, mientras que aquellos se dejaron a menudo ganar por la recomendación y las súplicas, él sólo puso todo su empeño en que no se perdonara a nadie”. Una de las víctimas de este gran terror fue un personaje crucial: el gran orador y político Cicerón.
Bajo el título de Augusto. De revolucionario a emperador, el escritor británico Adrian Goldsworthy acaba de publicar una monumental biografía en La Esfera de los Libros, que fue recibida este verano con buenas críticas en el mundo anglosajón. Impecable historiador militar, autor de libros como La caída de Cartago o Los hombres que forjaron un imperio (ambas en Ariel), ha publicado también una biografía de Julio César, el hombre que nombró a Octavio su hijo adoptivo y le donó en su testamento sus bienes y su nombre (por eso primero pasó a llamarse Cayo Julio César y luego César Augusto). El asesinato de César en los idus de marzo del año 44 antes de Cristo precipitó la entrada en política de este joven patricio que fue capaz de formar un Ejército con solo 19 años. La publicación de la biografía ha coincidido con la conmemoración del segundo milenario de su muerte con exposiciones en París y Roma. Sin embargo, su huella más importante está en las piedras de la propia Roma y su sombra, en muchos rincones de nuestro presente.
El segundo milenario de su nacimiento se celebró en 1938, en pleno auge de los totalitarismos, y apareció entonces un libro definitivo para entender a Augusto, La revolución romana (Crítica), del gran latinista de Oxford Ronald Syme (1903-1989). Hasta entonces, la mayoría de los historiadores veían el vaso medio lleno (Augusto como gran estadista, que forjó durante sus 41 años en el poder no sólo un imperio, sino un sistema administrativo perdurable) y no como un tirano. Aunque no lo menciona expresamente, Syme hablaba también del tiempo que le tocó vivir. En una entrevista la semana pasada en Cardiff, Goldsworthy reconoce que es inevitable trazar paralelismos entre el pasado y el presente.


Adrian Goldsworthy, ante el castillo de Cardiff. / Lionel Derimais
Pregunta. ¿Cree que Augusto es una advertencia universal sobre los peligros que pueden correr las democracias?
Respuesta. Lo es, pero el error es verle a él como la causa. Nació en el año 63 antes de Cristo. Ya se había producido un intento de golpe de Estado, la conspiración de Catilina, y una guerra civil. La República romana estaba rota cuando César o Pompeyo comienzan a combatir. Y, sin duda, cuando Augusto alcanza el poder, el sistema ya estaba sentenciado, el pueblo estaba desesperado por lograr paz y estabilidad, habría aceptado cualquier líder que se las proporcionase. Eso explica en parte el éxito de Augusto. Pero tampoco tenemos que minusvalorarlo, porque realmente les dio paz y estabilidad, algo que no había logrado el sistema republicano. No hay que olvidar que la libertad que defendían era el Gobierno de la aristocracia senatorial, basado en extorsionar a las provincias, en sobornarse los unos a los otros. Creo que la lección es que, cuando una democracia está rota, aparece gente como César y Augusto; lo que no ocurre cuando el Estado funciona relativamente bien.
En el corazón de la biografía de Goldsworthy late la profunda contradicción que marcó la vida de Augusto: el tirano que fue a la vez un buen gobernante. La catedrática de latín de la Universidad de Cambridge Mary Beard, autora de libros tan importantes como El triunfo romano (Crítica), lo planteó así en un artículo de The New York Review of Books: “¿Cómo podemos entender la transición de un violento caudillo militar en los conflictos civiles que padeció Roma entre los años 44 y 31 antes de Cristo al venerable hombre de Estado que murió plácidamente en su cama en el 14 después de Cristo? ¿Cómo explicamos la metamorfosis de un joven matón, al que se le atribuye haber arrancado los ojos a un prisionero con sus propias manos, en un legislador preocupado por elevar la moral en Roma, por revivir las antiguas tradiciones religiosas y por transformar la capital de una ciudad de barro a una ciudad de mármol?”.
“Es extraño porque no puedes pensar en ningún otro dictador o líder militar que se haga menos violento cuando toma el poder”, responde Goldsworthy, de 45 años, que logra desplegar con cordialidad, y sin pedantería, sus inmensos conocimientos sobre Roma. Dejó la enseñanza hace años para dedicarse sólo a la escritura, y ahora vive en una casa junto al mar, a pocos kilómetros de la capital galesa, entre sus libros sobre la antigüedad y una serie de novelas ambientadas en la Guerra de la Independencia española. “Algunos estudiosos creen que se fijó en lo que le ocurrió a Julio César, así que tenía que dar la impresión de que respetaba el Senado. Pero, en mi opinión, es él quien evita comportarse como un tirano sangriento porque ya no lo necesita. Y sabe que, si quiere, siempre podría volver a matar. Creo que, además, se mantuvo fiel a una idea: así es como un servidor público debe comportarse”, prosigue. Una historia resume perfectamente su sentido del Estado: cuando ordenó construir el foro, los propietarios de unos terrenos se negaron a vender y él no quiso ni expropiar, ni quitárselos por la fuerza, por eso el foro no es un rectángulo, sino que le falta una esquina. Prefirió que su gran proyecto arquitectónico fuese imperfecto a saltarse su propia ley.
Así describe esta contradicción el historiador español Javier Arce, profesor de Arqueología Romana de la Universidad Charles de Gaulle Lille 3 y autor de obras como El último siglo de la Hispania romana (Alianza): “A pesar de las acciones sanguinarias que caracterizaron su consecución del poder y su Gobierno despótico, aunque él pretendía y se proclamaba restaurador de la república, Augusto fue un gran administrador. Organizó los servicios públicos, dividió los territorios provinciales para poderlos controlar más fácilmente por sus legados, creó provincias para que fueran gobernadas por el Senado; organizó la justicia, creó vías y caminos, fundó colonias con los veteranos de sus legiones, reorganizó el censo de ciudadanos con fines fiscales”.
Goldsworthy tuvo que lidiar con esta contradicción para construir su biografía, pero también con la escasez de fuentes y con las leyendas que circulan sobre Augusto.
P. ¿Tuvo que luchar mucho contra la ficción en su biografía, contra Shakespeare o Robert Graves?
R. Lo difícil es luchar contra las expectativas, incluso contra lo que hemos aprendido como estudiantes, y enseñado luego. Pero porque hayamos contado la historia de una forma, no significa que sea cierta. Hay que ir a las fuentes y el primer sorprendido por algunas cosas fui yo.
P. ¿Fue el papel de su esposa, Livia, una de esas sorpresas? En su libro Livia es mucho menos importante que en Yo, Claudio donde asesina a todos los pretendientes hasta que solo queda su hijo Tiberio, e incluso mata al propio Augusto cuando empezaba a tener dudas sobre la capacidad de éste. Sin embargo, usted defiende que nada de eso es cierto.
R. Livia fue sobre todo su compañera. Nos olvidamos muchas veces de que viajó con él a lo largo de todo el Imperio. A Iberia, va por lo menos tres veces. Al Rin, al Danubio, al Este, a Grecia… Pasó años viajando y Livia estaba con él la mayoría de las veces. El personaje de Robert Graves que manipula y asesina no aparece en las fuentes. Pudo haber sido así, pero no hay evidencias de que ocurriese.
P. Usted explica en su libro que murió de anciano, que su corazón falló, frente a la explicación de Graves de que, como sólo comía higos que cogía de un árbol, Livia los embadurnó con veneno.
R. Tenía casi tenía 77 años, había estado gravemente enfermo varias veces; sus grandes amigos, Mecenas o Agripa, ya habían muerto. No debería sorprendernos que un hombre a esa edad en el siglo I después de Cristo muera. Muy pocos romanos llegaron a una edad tan avanzada. La teoría de Graves es muy atractiva, pero insisto, no está en las fuentes. Más bien, parece que realmente escogió a Tiberio como heredero.
P. Supongo que en una biografía de la antigüedad tiene que resignarse a que habrá cosas que nunca llegarán a saberse, porque incluso las fuentes principales, como Suetonio, no son totalmente fiables. ¿Es así? ¿Es eso lo más difícil de su trabajo?
R. Totalmente. Porque incluso cuando rechazas una fuente porque no es fiable, normalmente no hay nada para poner en su lugar. Hay tantas cosas que no sabemos, tantas cosas que se han perdido… Incluso el historiador griego Dion Casio, que es un senador romano de origen griego que escribe al principio del siglo III, dice que una vez que Augusto asume el poder se toman tantas decisiones entre bambalinas, fuera de la mirada pública, que no hay constancia de cómo se tomaron, a diferencia de lo que ocurría en el Senado donde los debates eran públicos. Utilicé a Casio, que escribió 200 años después de la muerte de Augusto; a Suetonio, que escribe casi un siglo después y que utiliza muchas habladurías. Lo interesante es que también se conservan muchas cosas que son negativas sobre Augusto, algunas se remontan a la guerra civil y a la propaganda de Marco Antonio; pero también están todas estas historias sobre sus aventuras sexuales, todas las intrigas. Con esto quiero decir que los historiadores no tienen solamente la versión oficial y nada más. Pero eso tampoco quiere decir que la versión hostil tenga que ser cierta. Hay que evaluar cada dato y reconocer que existen aspectos que nunca conoceremos.
P. ¿Es cierto que era un hombre que tenía un gran sentido del humor?
R. Creo que le era muy útil políticamente, porque si puedes hacer reír a la gente rompes la tensión. Una situación que puede acabar muy mal puede desactivarse con un chiste. Cuando está a punto de producirse un motín porque el pueblo quiere un reparto gratuito de vino, Augusto responde que Agripa hizo construir un acueducto y que tienen agua de sobra para calmar la sed. Es mejor que decir que no se lo va a dar. Augusto le gustaba al pueblo, no el tirano que llegó al poder a través de la guerra, pero sí el hombre que se comportaba de esa forma, accesible, amigable, que siempre quiere sugerir que está al servicio del Estado. El humor forma parte de su éxito. Hay muchas historias sobre él, como el viejo chiste romano de que va por la calle y se encuentra a un hombre que se le parece mucho y le pregunta si su madre estuvo en Roma hace unos años, a lo que responde: “Mi madre no estuvo, pero mi padre sí”. Seguramente es inventado, pero el hecho de que se riese dice mucho de su régimen, la gente podía reírse, incluso a su costa, siempre que las cosas no fuesen más lejos.
La conversación sobrevuela muchos aspectos de la inabarcable influencia de Augusto. Fue un gran moralista, que mandó a su hija y a su nieta a un exilio nada dorado por su vida disoluta (Suetonio asegura que en su testamento prohibió incluso que fuesen enterradas con él). Para muchos estudiosos la férrea moral cristiana es un reflejo ante todo de las imposiciones de Augusto. Tampoco se puede soslayar la referencia más famosa a Augusto, en los Evangelios (Lucas 2,1-2: “Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado”); aunque no fue consciente (ni pudo serlo) del acontecimiento más importante que ocurrió bajo su reinado: el nacimiento del que se convertiría años más tarde en un profeta revolucionario, Jesús de Nazaret.
El novelista Robert Harris, autor de dos estupendas novelas sobre Roma y uno de los narradores que mejor ha sabido explicar las implicaciones contemporáneas de una antigüedad que no resulta nada remota, resumió así la figura del emperador en una elogiosa crítica de la biografía de Goldsworthy: “César Augusto puede ser considerado el líder más importante que haya conocido el mundo, superando de lejos la longevidad, el control político y el impacto histórico de Napoleón, Stalin o Hitler. Fue el fundador del Imperio Romano y su gobernante durante 40 años hasta su muerte en el 14 después de Cristo; el comandante de 60 legiones; aclamado como imperator —vencedor en el campo de batalla— por sus soldados en más de 21 ocasiones; el patrocinador de las artes, amigo de Horacio, y que salvó la Eneida para la posteridad; el urbanista que heredó una ciudad de barro y la convirtió en una ciudad de mármol (según sus propias palabras); el filántropo (y cleptómano) que donó 43 millones de sestercios al tesoro romano; el dios que fue venerado en Oriente desde que tenía apenas 30 años. Sin embargo, el hombre dentro del coloso nos elude”. Quizá hay algo que siempre se escapa en su figura porque Augusto encarna como nadie el misterio y el abismo del poder. Y por eso será siempre nuestro contemporáneo.
Augusto. De revolucionario a emperador. Adrian Goldsworthy. Traducción de José Miguel Parra. La Esfera de los Libros. Madrid, 2014. 627 páginas. 34,90 euros (electrónico: 8,99).


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