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lunes, 7 de julio de 2014

TODO EL SIGLO XX EN UN AÑO:1914 por ANTONIO LÓPEZ VEGA

                                         MUJERES TRABAJANDO EN UNA FABRICA DE ARMAS
DURANTE LA GRAN GUERRA
 
 
 
1914 no fue sólo el año en que empezó la I Guerra Mundial. También fue un año crucial. En aquellos 365 días se condensó buena parte de lo que iba a ser todo el siglo XX. Lo analiza en este artículo el autor de «1914, el año que cambió la Historia»
 
 
 
A comienzos de 1914 el Times londinense, renunciando al secular pesimismo británico, saludaba el año con un orgullo marcado por los logros de la educación británica, su ciencia, su pasado reciente, su presente y su futuro como Imperio. El periódico se permitía «al menos una vez al año, tomar conciencia de que nos hemos mantenido, nos mantenemos y nos mantendremos en plena pujanza». Y concluía afrontando el futuro con la esperanza en perpetuar, un año más, su permanencia en la senda de los logros.
¿Y qué decir de la Europa continental? Stefan Zweig se refería de manera categórica en sus memorias a la sensación que cundía en el inicio de aquel año: «Nunca fue Europa más fuerte, rica y hermosa. […] En 1900-10 hubo más libertad, despreocupación y desenfado que en los cien años anteriores». A ojos del celebérrimo escritor austriaco, por todos lados cundían la euforia, la confianza y el optimismo ciego en las posibilidades de Europa.

¿Qué ven mis ojos?

Cuando acabó ese año, muchos contemporáneos no podían dar crédito a lo que veían sus ojos. Un precipicio de horror y destrucción se cernía sobre Europa y, de una u otra manera, amenazaba y transformaba al resto del mundo. Comenzaba a ser evidente que la guerra iniciada el verano no iba a ser corta y rápida, tal y como inicialmente había previsto la mayoría de las cancillerías europeas. Se afrontaba una nueva situación de catastróficas consecuencias, que iba a funcionar como catalizador definitivo de las diferentes fuerzas –sociales, económicas, políticas– que venían operando de tiempo atrás y que, a partir de la experiencia de 1914, alterarían la fisonomía del mundo.

Al estallar la Gran Guerra, el débil equilibrio de antaño saltó por los aires. Por ello, el conflicto ha sido considerado como la gran divisoria histórica entre el largo siglo XIX y el corto siglo XX, la circunstancia que «obligó –como ha señalado Philipp Blom– a las viejas estructuras a desmoronarse con más rapidez». Junto a los avances científicos y a la técnica que habían facilitado enormemente la vida de los ciudadanos –al menos en Occidente–, se abrieron paso múltiples factores definitorios del siglo XX.
Física, genética y psicoanálisis habían cambiado la percepción biológica y psicológica del ser humano y, con ellas, la concepción moral del individuo. Si Sigmund Freud encabezó una revolución sin parangón en la psicología y el conocimiento del ser humano –convirtió la sexualidad en eje central de su contextura–, Max Planck expuso la teoría cuántica sobre la energía irradiada por los cuerpos en 1900. Tras él, Albert Einstein enunció sus tesis sobre la electrodinámica de los cuerpos y sobre la relatividad –entre 1905 y 1916–, y Rutherford y Bohr descubrieron, en 1911 y 1912, la estructura del átomo. Un poco más tarde, en 1926, Heisenberg formularía el principio de incertidumbre, que incidía en cuestiones esenciales de la física cuántica.
Se había abierto paso una nueva imagen del universo, donde los conceptos de espacio y tiempo dejaron de ser absolutos, y la materia quedaba indefectiblemente asociada a la energía, que ni se crea ni se destruye. Se ponía fin así a la manera de comprender y estudiar la realidad física que había predominado desde el Renacimiento.

La clave de la herencia

También en los albores del siglo, los botánicos De Vries, Correns y Tschermark demostraron que los genes eran la clave de la herencia; el primero de ellos, en 1914, desarrolló asimismo la teoría de las mutaciones y desviaciones genéticas, planteando su influencia en el proceso de la evolución. Faltaba comprender el mecanismo de la mutación y la recombinación de los genes, así como la estructura del material genético, algo que llegaría en 1953, cuando Watson y Crick descubrieron la doble hélice del ADN.
El hastío ante la realidad, y la duda permanente acerca de lo que el ser humano era capaz de percibir, abrieron múltiples posibilidades en el terreno del pensamiento. Filosóficamente, la vida se había convertido en una realidad última; los filósofos raciovitalistas trataron de comprenderla por sí misma, como algo carente de un sentido final aprehensible. Tras la Gran Guerra, Martin Heidegger, en Ser y tiempo (1927), hizo de la temporalidad el eje de la existencia; la nada formaba parte de la misma y el ser humano era alguien arrojado a la vida ante el cual se abrían múltiples posibilidades y cuya única certidumbre era la propia muerte. Frente a esa realidad inexorable, y de manera complementaria a las percepciones raciovitalistas, cabía también la opción existencialista en su triple vertiente –atea, agnóstica o creyente–. Incertidumbre y realidad, existencialismo y raciovitalismo eran las alternativas que se ofrecían al ser humano en las primeras décadas del siglo XX.
El ataque de la sufragista Mary Richardson a la Venus del espejo de Velázquez en marzo de 1914 simbolizó el aumento de la reivindicación feminista. Con la guerra, las mujeres accedieron a muchos ámbitos que les habían sido vedados en razón de su sexo, irrumpiendo en todos los órdenes de la vida: universitaria, científica, cultural, laboral y, también, claro, del entretenimiento y los deportes. A la maravillosa Coco Chanel hay que sumar así a la ocho veces campeona de Wimbledon Helen Wills Moody, aventureras como Amelia Earhart, o escritoras como las memorables Virginia Woolf, Gertrude Stein, Colette o Victoria Ocampo.
La liberación de las costumbres y la sexualidad se abrieron paso poco a poco en las ciudades occidentales, y algunos literatos –como David H. Lawrence en El amante de Lady Chatterley (1928) o Henry Miller y su Trópico de cáncer (1934)– hicieron de ello el objeto de su narrativa. Si el siglo XX se abría con la irrupción de Marie Curie como figura clave del mundo científico –una de las primeras mujeres de la Historia en doctorarse y obtener el Nobel–, a lo largo de la centuria la mujer iría rompiendo las barreras que habían condicionado su situación íntima y personal, pero también social, económica y política; en definitiva, tomaba las riendas de su libertad.

La prensa, una pieza clave

El intelectual fue el nuevo taumaturgo de la esfera pública de comienzos de siglo. Como refleja el famoso discurso de Ortega y Gasset «Vieja y nueva política», pronunciado en marzo de 1914, los hombres de pensamiento habían adquirido ya un ascendiente tal sobre sus sociedades, que experimentaron una verdadera época dorada. Ese nuevo papel del intelectual –caracterizado por su compromiso y capacidad de denuncia– se ejerció, fundamentalmente, a través de la prensa.
Llegado ese momento, los intelectuales hablaban y escribían de todo y sobre todo. Influían en la acción de los gobiernos, condicionaban los gustos y preferencias políticas de sus sociedades, se autoconstituían en conciencia de la sociedad, en el faro que había de guiar a la multitud inerte –en expresión de la época–. Y como tales continuaron actuando en las décadas siguientes. Salieron de su apatía política, accedieron a la «plazuela pública» –por decirlo con Ortega y Gasset– y se fueron radicalizando –con el propio panorama político–.
Después de 1945, el intelectual humanista seguiría siendo un protagonista esencial, pero conforme avanzaba la especialización en las diferentes disciplinas, vio cerce-nada su competencia y su capacidad de influencia. Algunos hablarían de la muerte del intelectual; otros pensamos que, en realidad, fue producto de una época, y que después ha sobrevenido un tipo de intelectual que tiende a opinar, exclusivamente, dentro de su ámbito de conocimiento, aunque no por ello haya abdicado del compromiso ético.
En 1914, recién llegado a la presidencia Woodrow Wilson, se asistió al despertar de la gran potencia norteamericana. A través de sus diferentes intervenciones y posicionamientos –toma de Veracruz, apertura del Canal de Panamá–, Estados Unidos inició ese año un largo proceso de adaptación al papel de superpotencia. Tras su participación en la Gran Guerra, Estados Unidos ya no abandonó la primera línea de la política internacional y, de una manera u otra, la condicionaría indefectiblemente.
Si en 1913 Igor Stravinsky había estrenado en París La consagración de la primavera, un año más tarde llegó El ruiseñor. Aquello supuso un punto de inflexión en la Historia de la música, donde la experimentación de raíz matemática se abriría paso inmediatamente de la mano de Arnold Schönberg y Alban Berg, entre otros.

Maneras de reflexionar sobre la verdad

1914 simbolizó así un cambio de raíz en la música y el arte; en la literatura y el lenguaje; en definitiva, en las maneras de reflexionar sobre verdad, moral y belleza. Desde el simbolismo, que se había abierto paso a comienzos de siglo, y que encontramos en la poesía de Mallarmé, Yeats o Rilke, así como en la música de Debussy –que buscaba la esencia de las cosas–, se fue abriendo paso la desestructuración de la realidad. Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus Logico-Philosophicus (1921), quiso estudiar de una manera científica la capacidad del lenguaje como instrumento de comunicación.
Los descubrimientos de la física cuántica no dejaron de tener su reflejo plástico en las nuevas corrientes artísticas desde que Pablo Picasso nos legara Las señoritas de Aviñón (1907). Pasada la guerra, quizá la máxima expresión de ello se encuentre, ya en los años veinte, tanto en el dadaísmo, que se convirtió en una forma de rechazo del mundo a través del absurdo, como en el surrealismo, que exploró las posibilidades liberadoras del subconsciente. Estas manifestaciones también tuvieron su reflejo en algunas de las nuevas concepciones cinematográficas, como en la filmografía de Luis Buñuel, influida por su amigo Salvador Dalí. Lo irracional se elevaba así a la categoría de paradigma rupturista de los valores de la sociedad occidental.
El pistoletazo de Gavrilo Princip aquella mañana de junio de 1914 en Sarajevo mostró que los nacionalismos eran ya una realidad inexorable con la que tendrían que vivir las sociedades del siglo XX, en todas sus variables –legalista, étnico, cultural, religioso...–. Ese magnicidio vino a subrayar la prominencia del nacionalismo etnicista sobre todos los demás. En su origen se encontraban los principios eugenésicos, que gozaron de extraordinario prestigio entre las élites científicas, intelectuales y políticas desde finales del siglo XIX.
Se impuso una visión de un mundo dividido en razas superiores e inferiores, que llevó a discutir sobre la necesidad de defender a los fuertes –lo que implícitamente conllevaba no preservar o matar a los débiles–. Así, se debatió intensamente sobre los criterios que definían a los individuos aptos, y el modo de preservar la raza. De la esterilización de los menos capacitados se pasó, en un breve lapso de tiempo, a la planificación de la Solución Final.
Las multitudes irrumpieron en la vida política, tal y como supo ver Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1929). Para el filósofo español, los cambios sociales y la mejora del nivel de vida llevaron a la aparición de un nuevo hombre-masa, sin referentes morales, que se adueñó de la vida social. Ciencia, técnica, inseguridad, transformación aceleradísima: la sensación de ruptura con todo lo anterior introducía al hombre contemporáneo en una realidad inaprehensible, que producía angustia y desazón.

El auge de los totalitarismos

La contienda ayudó a quebrar el sistema parlamentario liberal, tal y como se había entendido durante todo el siglo XIX, como consecuencia las revoluciones americana y francesa. Tras las iniciales reformas democratizadoras implantadas por los sistemas políticos en la inmediata posguerra, se asistió, de la mano de los nacionalismos, al auge de las dictaduras nacionalistas, autoritarias y totalitarias, fascista y nazi; como totalitaria fue también la opción revolucionaria bolchevique.
Arrancó entonces una escalada de violencia cuyo punto final fue la atroz brutalidad del III Reich. Parecía imposible que el ser humano fuera capaz de superar los niveles de destrucción de los años 1914 a 1918. Pero no. La Primera Guerra Mundial –la primera guerra total– se convertiría en un ensayo de la confrontación de 1939, la más amplia y destructiva de la Historia.
El mundo amplió sus horizontes más allá del Viejo Continente. Con la victoria japonesa sobre China y Rusia en 1895 y 1905, Europa se había topado con la evidencia de que no se encontraba sola en la faz de la tierra, y que su criterio y opinión no eran los únicos que importaban. La entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra y su creciente influencia en la esfera occidental fue el primer síntoma de los nuevos actores que comenzaraban a demandar una voz en los asuntos mundiales.
Con todo, en el mundo extraeuropeo los escenarios y realidades serían muy distintas y distantes entre sí. Tras su independencia, para América Latina el siglo XIX había sido el de la debilidad en sus procesos de construcción nacional. Poco a poco, las nuevas repúblicas se fueron estabilizando y, superado el caudillismo de los primeros tiempos, se lanzaron a explotar las enormes posibilidades que les ofrecía la geografía.
Al filo de 1914, las oportunidades económicas proporcionadas por la guerra, junto a la consolidación de los sistemas políticos, hicieron que la región se introdujera, más pronto que tarde, en la senda de la prosperidad occidental. Sin embargo, las revoluciones –como la mexicana– o los giros autoritarios de diferente cuño –que devinieron en dictaduras en buena parte del escenario centro y sudamericano a partir de 1929– frustraron esa posibilidad.

Cuajan las nuevas realidades africanas

En Asia y África, nacionalismo y reacción anticolonial fueron de la mano. Así, en diferente intensidad y con variables temporales y de modalidad política diversas, fueron cuajando allí las diferentes realidades nacionales. El final de la Primera Guerra Mundial supuso también el inicio del proceso descolonizador, que culminaría en la segunda mitad de la centuria. Se había llegado al fin de la era europea.
1914 fue, en definitiva, un año axial. En aquellos 365 días se condensó buena parte de lo que iba a ser todo el siglo XX. Mucho se ha insistido en los horrores de este siglo, pero menos en sus glorias. La investigación y la ciencia dotaron al ser humano, en todos los órdenes, de posibilidades con las que tan sólo se habían atrevido a soñar algunos intrépidos novelistas como Julio Verne o H. G. Wells.
La justicia social y las reivindicaciones de unas condiciones de vida dignas para todo ser humano, o la solidaridad frente al horror en todas sus variables –genocidios, exilios, persecuciones, catástrofes naturales–, se convirtieron en valores universales. Es verdad que las nuevas capacidades que la técnica y la ciencia ofrecían al ser humano potenciaron la posibilidad de destrucción al extremo de poner en peligro su propia existencia. Pero también es cierto que los avances en todos los órdenes lograron cotas de bienestar como nunca antes había sucedido y su aspiración alcanzó a la humanidad entera.
Con toda probabilidad, si alguien hubiera podido vislumbrar en el inicio de 1915 lo que estaba por venir en la centuria, no habría sido capaz de asimilarlo cabalmente, por mucho que aquel año vertiginoso que llegaba a su fin encerrase buena parte de sus claves. 1914 pasaría a la Historia como el año en que comenzó un conflicto bélico de dimensiones hasta entonces desconocidas, que quedaría grabado a sangre y fuego en la conciencia del mundo. Con todo, 1914 fue mucho más que una guerra, fue el año que cambió la Historia
 
ABC CULTURAL Sábado 5 de julio de 2014