En un banco del templo de Debod,
decorado con hojas y ramas, vivía un vagabundo culto, insolvente y feliz; nunca
se preocupó por la amenaza de una enfermedad o por una vejez sin recursos
FERNANDO VICENTE
Cuando estoy en Madrid camino todos
los días, temprano en las mañanas, por un circuito que, arrancando de la plaza de las Descalzas,
me lleva a cruzar la plaza de Isabel II, el Palacio de Oriente, pasar ante los
Jardines de Sabatini, bordear el parque de Debod, bajar por el paseo del Pintor
Rosales hasta la transversal que se hunde en el parque del Oeste, dar allí
media vuelta y desandar todo lo andado por un desvío que me permite recorrer,
esta vez desde el interior, todo el parque de Debod y divisar a veces la
solitaria ardillita que vive allí, saltando entre sus árboles. Es un itinerario
tranquilo y agradable, que toma una hora justa, en la que suelo cruzarme y
descruzarme con las mismas personas: el cojito del gran danés, el japonés
marcial y su paso de ganso, las alegres comadres del Debod y su solitario
gonfalonero, y Ángela Molina despidiendo a su hijita menor en la puerta del
autobús de su colegio.
Pero hace algunos años advertí una
novedad en mi recorrido: una de las bancas del paseo que discurre al pie de la
suave colina donde está el templo egipcio había sido decorada con las hojas y
ramitas que el viento arranca y había en este arreglo una gracia y un buen
gusto que llamaban la atención. No muchos días después conocí al decorador.
Nunca supe su nombre y me acostumbré a llamarlo siempre el hombre-florero.
Porque él se decoraba también a sí mismo, con la elegancia y picardía con que
adornaba la banca en la que —supongo— vivía y dormía. A diferencia de la
mayoría de personas que pasan la noche en las bancas y jardines del lugar, y
que suelen ser moldavos, rumanos y búlgaros, el hombre-florero era español y,
por su acento, inequívocamente castellano. Al pasar yo frente a su banca, ya
estaba lavado, peinado y decorado, con flores, hojas y ramitas que animaban su
sombrerito y sus orejas, su camisa y hasta sus pantalones. Había mucha gracia
en la manera como se engalanaba y, más tarde, cuando nos hicimos amigos, me
aseguró enfáticamente que toda esa vegetación con la que él coloreaba su banca,
su cuerpo y su atuendo no había sido jamás arrebatada por él a las plantas, las
flores o los árboles, sino por otros o por el viento: él se limitaba a
recogerla del suelo y a darle una segunda vida, ya no natural sino estética.
Nuestra amistad nació de un episodio
circunstancial. Una de esas mañanas, al pasar frente a su banca, vi al
hombre-florero discutiendo con dos policías que querían sacarlo de allí,
alegando que esa banca que él había convertido en su vivienda y en una especie
de monumento a la ecología y al arte bruto era un bien público. Me apenó mucho
que fueran a echarlo de allí y me atreví a interceder por él. Por fortuna, los
dos policías me reconocieron y se dejaron convencer por mis razones, que eran
éstas: el hombre-florero no hacía daño a nadie ni a nada, más bien colaboraba
con los recogedores de la basura y había convertido aquella banca del parque de
Debod en una obra de arte que podía seguir siendo usada y a la vez admirada por
los transeúntes.
Desde entonces y mientras vivió en
el parque de Debod, el hombre-florero, apenas me veía venir, se ponía de pie,
me acompañaba un buen trecho y conversábamos. Aunque, en realidad, hablaba
sobre todo él y yo lo escuchaba, fascinado por sus conocimientos. Me ofrecía
siempre, como una guía viviente, todos los espectáculos artísticos de que uno
podía disfrutar gratis en Madrid en esa jornada o en las venideras: ensayos de
orquestas o cantantes, películas u obras de teatro que se daban en las
embajadas, centros culturales extranjeros, iglesias, cofradías, oenegés,
conferencias, mesas redondas, recitales, exposiciones y, un día, hasta una
función gratuita que daba un circo ¡para enfermos, discapacitados e invidentes!
Él asistía a todo eso y por ello tenía sus días muy ocupados, pues se
desplazaba por Madrid naturalmente siempre a pie. Su amor por todas las
manifestaciones de la cultura era tan genuino como el que profesaba a la
naturaleza y sus opiniones sobre películas, dramas, pinturas, música e ideas (a
condición de que no fueran políticas, contra las que parecía vacunado) siempre
me parecieron respetables.
Era un hombre relativamente joven
—entre 40 y 50, calculo— y nunca parecía haber llevado otra vida que ésta, es
decir, la de un hombre-florero de la calle, contento y entusiasta con lo que
hacía y, sobre todo, con lo que no hacía. Muchas veces tuve la tentación de
entrevistarlo, para saber cómo y por qué había llegado a ser eso que era —un
vagabundo culto, insolvente y feliz—y preguntarle si a veces no lo sobresaltaba
el temor de una enfermedad, de una vejez sin recursos, si en esa soledad
irreductible en la que parecía confinado no echaba a veces de menos la idea de
una pareja, de una familia, pero nunca me atreví. Tenía la impresión de que
someterlo a ese género de interrogatorio podía ofenderlo.
Un día descubrí que otro de sus
quehaceres era echar una mano a los drogadictos que, como él, habían hecho de
la calle su hogar. Había sobre todo un muchacho de origen mexicano, que caía
por las noches en el parque de Debod y que, psíquicamente maltratado por la
heroína, padecía de ataques autodestructivos y hablaba de suicidarse. Seguí a
través de lo que me contaba sus desesperados esfuerzos para convencerlo de que,
pese a todo, la vida valía la pena de ser vivida, porque había en ella muchas
cosas hermosas, incluso para quienes carecían de recursos. Un día me aseguró,
resplandeciente de felicidad: “Creo que lo he convencido”. Era un optimista
visceral y siempre estaba risueño. Un día me atreví a preguntarle si una persona
sin dinero, en Madrid, no estaba irremediablemente condenada a perecer de
inanición. “En absoluto”, me explicó. Y de inmediato me enumeró por lo menos
una docena de refectorios y comederos regentados por órdenes religiosas
—católicas, evangélicas— o sociedades laicas que ofrecían bocadillos o la
tradicional “sopa de pobres” a los menesterosos de la ciudad.
Como paso intervalos de largos meses
fuera de Madrid, al retorno de uno de ellos me llevé la desagradable sorpresa,
en mi caminata tempranera, de que la banca del hombre-florero ya no existía.
¿La había abandonado él mismo, empujado por su espíritu nómada, o la habían
destruido unos policías menos tolerantes que aquellos gracias a los cuales
nació nuestra amistad? Me entristeció mucho la desaparición de ese amigo
momentáneo que daba siempre una nota emotiva y cálida a los paseos con que
comienzo el día. Pregunté a las alegres comadres del parque de Debod y ninguna de
ellas se acordaba siquiera de él. Pero el cojito del perro gran danés me dijo
que, aunque él mismo no lo había visto con sus ojos, pensaba que se había
mudado a la plaza de Oriente porque había divisado allí una banquita con los
adornos vegetales con que arropaba su banca de estos lares.
No encontré la tal banca pero sí lo
encontré a él, muchos meses después de aquello que cuento, al pie de la bella
estatua ecuestre de la plaza de Oriente. Nos dimos un abrazo. Era el mismo
personaje risueño, entusiasta y reconciliado con la vida de antaño, pero era
también otro. Ya no había rastro de vegetación en su ropa ni en su cuerpo y, en
su boca, no era la cultura la que llevaba la voz cantante sino la religión. Me
habló, de entrada y sin parar, como si retomáramos una conversación de la
víspera, y con la misma fogosidad de antaño, del Santo Padre Pío de
Pietrelcina, un monje capuchino italiano que, al parecer, hizo milagros y
exhibía en sus manos los estigmas de la pasión de Cristo, sobre el que tenía
una información apabullante. Conocía su vida, sus enfermedades, sus virtudes,
sus hazañas sobrenaturales, y, como en el pasado me recomendaba espectáculos,
charlas, recitales o exposiciones, ahora me ilustró sobre las misas donde se
escuchaban los sermones más inspirados y donde se oían a los mejores coros de
la ciudad y las tertulias sagradas que valía la pena no perderse.
Al despedirnos, me dejó en las manos
un prospecto de las actividades de la semana en el vecino monasterio de la
Encarnación. Fue la última vez que lo vi, hace de esto dos o tres años. ¿Por
qué escribo sobre él? Porque esta mañana, mientras hacía mi caminata matutina
en el malecón de Barranco, dentro de una neblina que anuncia ya el próximo
invierno de Lima, de repente creí verlo, al borde de los acantilados, pobre y
libérrimo, exaltado y feliz, más que nunca convencido de que en esta vida nadie
tiene derecho de aburrirse ni de deprimirse, porque, pese a todo, ella es lo
mejor que nos ha pasado.
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