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martes, 15 de febrero de 2011

LOS CATOLICOS EN EL SIGLO XXI: FILOSOFÍA Y TEOLOGÌA DE LA HISTORIA.


El Dr. Roberto De Mattei, filosofo italiano es Vicepresidente del Consigilio Nazionale Delle Ricerche,invitado al V° ENDUC que brindó la Conferencia Inaugural titulada: "Los católicos en el siglo XXI: filosofía política y teología de la historia".

Ilustres colegas, estimados amigos:

Es para mí un gran honor, pero también un gran placer, participar en este importante congreso, que me da la oportunidad de escuchar y conocer a los mejores representantes de la vida intelectual de vuestra nación. Lo hago dedicando mis pocas palabras a la memoria de Monseñor Giuseppe Canovai, una gran figura, particularmente querida para mí, de testimonio de Cristo en esta tierra.
El tema sobre el que me adentraré tiene que ver con el papel de los católicos en el siglo XXI.

La filosofía política del Evangelio

Partiré de una afirmación de Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate.
Dios –afirma el Santo Padre en el n. 56 de aquel documento- debe encontrar “un lugar también en la esfera pública, en especial referencia a las dimensiones culturales, sociales, económica y, en particular, política”. “La Doctrina Social de la Iglesia –agrega Benedicto XVI- nació para reivindicar este Estatuto de ciudadanía”. Se trata del mismo concepto afirmado por Pío XII en la alocución consistorial del 20 de febrero de 1946: “La Iglesia (...) deberá más enérgicamente que nunca rechazar aquella falsa y estrecha concepción de su espiritualidad y de su vida interior que quisiera limitarla, ciega y muda, dentro de los muros del Santuario”. La Iglesia tiene derecho a difundir su mensaje no sólo privadamente, a cada individuo, sino también públicamente, a todas las naciones, según el mandato de su Divino Fundador (Mt. 28, 19 ss.).
Esta declaración insta a los católicos a una obra de importancia primordial: la restauración moral entre la esfera pública y la esfera privada, después del estrepitoso fracaso histórico del intento de separar estos dos aspectos indisolubles del obrar humano.
La separación de la esfera pública de la privada se presenta con el humanismo italiano, en el siglo XV, que, al romper la unidad de la cosmovisión medieval, pretende asignar al hombre no uno, sino dos propósitos distintos: uno natural y otro sobrenatural. El primero sometido a las leyes de la razón humana, el segundo a las de la Iglesia, como si entre estos dos fines pudiese existir separación y contraste. Maquiavelo teorizó por primera vez, como un hecho dado, la existencia de una diferencia entre la moral individual y pública del príncipe; la primera útil para salvar el alma, la segunda para mantener su propio reino. A Maquiavelo lo siguieron Lutero, Grocio, Hobbes, Rousseau, Gramsci, la Revolución Francesa y la comunista: hombres y movimientos históricos que propusieron concepciones políticas diversas, partiendo de una premisa común: la separación de la política y de la moral. El resultado de este proceso fue la absorción de la moral en la política, por parte de los sistemas totalitarios del s. XX, el comunismo y el nacionalsocialismo. Y ningún siglo ha sido hasta ahora tan inmoral como el XX, un Moloch sanguinario que ha traicionado todas sus promesas. Hoy los totalitarismos del s. XX han caído, pero la democracia relativista que los ha sucedido ejerce un poder no menos totalitario, justamente porque se funda en la separación entre política y moral.
El ejercicio de la autoridad soberana en la sociedad del Ancien Régime estaba subordinado a la observancia de las leyes morales que constituían el mismo fundamento de la soberanía. Como recuerda el gran Jaime Balmes, en las monarquías europeas llamadas absolutas prevalecía el principio según el cual no es el monarca, sino la ley la que tenía el control. Esta ley, universalmente reconocida, era la ley divina y natural. La soberanía de los llamados monarcas absolutos era absoluta en cuanto única e indisoluble, pero nunca fue arbitraria, sin fronteras morales que la limitasen.
La democracia moderna, hija de la Revolución Francesa, ha transferido al legislador un poder soberano, sin ningún tipo de limitación: la voluntad de la mayoría se convierte en la fuente suprema de la moral. La ausencia de normas morales hace posible, por ejemplo, que los parlamentos impongan leyes que niegan la protección de la vida en todas sus fases, desde la concepción hasta la muerte natural, leyes que niegan la unidad y la unicidad de la familia natural, leyes que autorizan cualquier forma la manipulación genética.
En estos temas, en los últimos años, tanto en Europa como en ambas Américas se encendió un debate vivo y áspero a veces, especialmente después de las intervenciones de Juan Pablo II y Benedicto XVI entorno a los valores denominados "no negociables". A la presunta injerencia de la Iglesia en la esfera pública, se opone la visión neo-separatista del laicismo, según la cual los problemas morales deberían dejarse en el ámbito individual, sin entrar a formar parte del debate político público. Esta concepción de la neutralidad ética y religiosa del Estado se refiere a los principios del liberalismo del siglo XIX. En el siglo XIX, el pastor calvinista francés Alexandre Vinet proclamó el principio de "Iglesia libre en Estado libre", luego recogido por el conde de Cavour y por los adherentes al Risorgimento italiano. La libertad del Estado se entiende como una absoluta independencia de cualquier vínculo religioso y moral, y, por tanto, como un agnosticismo sustancial, mientras la libertad de la Iglesia coincidía con la estricta libertad de conciencia de los individuos.
La fórmula laicista "Iglesia libre en un estado libre" no tiene nada que ver con la sentencia evangélica: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22,21, Mc 12,17, Lc 20 25). La fórmula del Evangelio, de hecho, distingue dos autoridades distintas, el Estado y la Iglesia, pero no confiere el poder sobre la vida pública a la primera y sobre la vida privada a la segunda. La jurisdicción de la Iglesia, maestra de fe y de moral, se extiende, de acuerdo con el mandato de Jesucristo, al campo de la verdad revelada y de la ley natural, inscrita por Dios directamente en el corazón de cada hombre. El Estado, ciertamente distinto y autónomo de la Iglesia, no tiene derecho a legislar contra la fe, porque eso significaría interferir en la vida de la Iglesia, pero no tiene derecho incluso a legislar contra la expresión pública de la moral natural, porque la ley moral es la primera de las leyes del Estado y no puede ser contradicha por el Estado. Si el Estado no se conforma a la ley divina y natural, entra necesariamente en conflicto con la Iglesia. La neutralidad religiosa y moral del Estado, entendida como falta de elección por parte del Estado, es una abstracción que no tiene fundamento en la realidad. Quitar, por ejemplo, un crucifijo de un lugar público no es un acto neutral, carente de sentido, sino una opción de principio no menos significativa que exponerlo y honrarlo públicamente.
La vida política del Evangelio se funda sobre la máxima “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”: una sentencia que presupone la distinción, pero no la separación entre las dos esferas, la pública y la privada, y su armonía sobre las bases de un común fundamento ético y metafísico. El católico debe luchar para lograr que la sociedad pública reconozca el valor de la ley moral y del orden natural y cristiano. Esta ley y este orden se fundan en principios evidentes “que son conocidos indefectiblemente” (Summa Theologica, I, q. 79, a. 12, ad 3).

El primer principio moral inmediatamente evidente al hombre es aquel según el cual se requiere hacer el bien y evitar el mal: bonum faciendum et malum vitandum. Este principio primero moral tiene un fundamento metafísico, puesto que el mejor bien a hacer es el amor de Dios y al prójimo y los preceptos de la ley moral se resumen en amar a Dios sobre toda cosa y a las demás personas como a nosotros mismos (Santo Tomás, In Matth. Evang. Lect., C. 12, lect. 4). La ley natural es la regla que nos ayuda a determinar el bien a hacer y el mal a evitar:
Postulando la existencia del bien y del mal, el principio del bonum faciendum et malum vitandum presupone la existencia de un orden objetivo e inmutable de verdad y valores morales anteriores a nuestra razón. La razón descubre este orden antes que nada en el propio corazón, ya que este orden es una ley grabada "en las tablas del corazón humano con el mismo dedo del Creador" (Romanos 2: 14-15). La ley moral es válida justamente porque cada hombre la lleva impresa en su conciencia: no podría tenerla impresa en la conciencia, si esta ley no estuviera arraigada en la naturaleza humana. Si, por el contrario, una naturaleza humana estable y objetiva no existe, no puede existir voz de la conciencia y la ley divina se convierte en exterior e extrínseca al hombre, impuesta por la voluntad mudable de las democracias parlamentarias. Si la moralidad coincide con la ley positiva promulgada por los parlamentos, la preocupación de los ciudadanos se convierte en un uniformarse a la ley, no por una adhesión íntima, sino por puro respeto exterior, motivados sólo por temor al castigo ocasionado por la trasgresión. La ley moral pierde su punto último de referencia, no sólo de la metafísica, es decir de Dios, fundamento último de toda ley, sino también de la conciencia humana, que es el primer ámbito en que la ley de Dios se manifiesta.
Del principio según el cual es necesario hacer el bien y evitar el mal se abre una consecuencia necesaria: no es lícito a nadie, y en ninguna esfera, ni privada ni pública, hacer el mal. El mal, que es la violación de la ley moral, puede ser, en casos excepcionales, tolerado, pero nunca positivamente cumplido: esto significa que ninguna circunstancia, ninguna buena intención, podrá jamás transformar un acto intrínsecamente malo en un acto humano bueno o indiferente. Lo que es intrínsecamente malo –dice santo Tomás- nullo modo bene fieri potest” (“de ninguna manera puede llegar a ser un bien”) (Summa Teologica, I-IIae, q. 89, art. 6, ad 3).
El hombre no puede jamás llevar a término el mal, ni en la vida privada ni en la vida pública; Benedicto XVI lo ha reafirmado en el discurso del 28 de abril de 2010: “Cuando los derechos fundamentales de la persona o la salvación del alma lo exigen –dijo- los pastores tienen el grave deber de emitir un juicio moral, incluso en materia política. Al formular tales juicios –agregó- los pastores deben tener en cuenta el valor absoluto de aquellos preceptos morales negativos, que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción intrínsecamente mala e incompatible con la dignidad de la persona; tal elección no puede ser liberada de la bondad de algún fin, intención, consecuencia o circunstancia.
Benedicto XVI reiteró no sólo la existencia de "absolutos morales" que nunca, bajo ninguna circunstancia, pueden ser trasgredidos, sino también el deber de la Iglesia de afirmar tales principios morales, incluso en asuntos políticos.
La Iglesia tiene el derecho de expresar su parecer sobre todos los temas religiosos y morales que conciernen al hombre, tanto de la vida privada cuanto de la pública.
La apelación se dirige a todos, también a los políticos; en efecto, los obispos son pastores de todas las almas, incluidas las de los políticos, y deben recordarles su obligación de promulgar leyes de acuerdo con los principios del orden natural y cristiano. "Al confiar a Pedro su propio rebaño, el Señor ciertamente no tuvo la intención de hacer una excepción con los reyes", escribió San Gregorio VIII, reivindicando el principio de la suprema y universal jurisdicción del Pontífice sobre todos los hombres, sin exceptuar a los reyes, retomada en la 19 sentencia del Dictatus Papae. "Frente a las normas morales que prohíben el mal intrínseco – afirmaba, a su vez, Juan Pablo II en Veritatis Splendor - no hay privilegios ni excepciones morales para nadie"(n. 96).
Desde el punto de vista de este orden supremo, no hay diferencia entre los hombres y la comunidad social y civil, porque los hombres unidos en sociedad están, en la misma medida que los individuos, sometidos a la autoridad de la ley natural. El Estado tiene como fin propio procurar el bien temporal, y es soberano en su esfera. Pero la Iglesia tiene el derecho de ver respetada la ley natural de quien custodia y sobre quien se funda la sociedad humana. La Iglesia no tiene una fuerza política, económica o mediática que pueda oponer al mundo. De la única arma que dispone es la verdad religiosa y moral que custodia. Definir la verdad y el bien, condenar el error y el mal, hablar de lo que Benedicto XVI ha definido “valores no negociables” –vida, familia, educación- forma parte de la misión misma de la Iglesia.
La teología de la historia cristiana

Al cristiano que se desempeña en la vida pública no le basta una filosofía política, requiere de una teología de la historia. Dom Prosper Guéranger recuerda que así como para el cristiano no existe una filosofía por sí misma, tampoco existe una historia puramente humana; el hombre ha sido llamado por Dios a un estado sobrenatural; éste es su fin; la historia de la humanidad debe ofrecerle testimonio. Esto significa que la historia no puede prescindir de la filosofía y ésta no puede dejar de lado a la teología, porque no existe, ni puede existir, verdadero conocimiento del hombre fuera de la Revelación. La Revelación no era en sí misma necesaria: el hombre no tenía derecho alguno a ella; pero Dios la ha dado y la ha promulgado; desde entonces la naturaleza por sí misma no es ya suficiente al momento de explicar al hombre.

La aparición del Verbo Encarnado en la tierra es el punto culminante de la Revelación divina y de toda la historia humana, que desde este evento, como recuerda Dom Guéranger, se divide en dos grandes épocas: antes y después del nacimiento de Jesucristo."Antes de Jesucristo una espera de muchos siglos; después de Jesucristo, una duración cuyo secreto es desconocido para el hombre, porque ningún hombre sabe la hora de nacimiento del último elegido, para quienes el Hijo de Dios se encarnó y el mundo es conservado".

“La gran ley de la historia –observa, a su vez, un gran escritor jesuita, el padre Henri Ralière-, o sea, el objetivo supremo propuesto por la voluntad divina a los individuos, a las sociedades y a la humanidad entera es el establecimiento del Reino de Cristo”; es decir, "la similitud perfecta y la completa sumisión de los individuos, de los pueblos y de toda la humanidad al hombre-Dios, modelo soberano de toda perfección y soberano Señor de todas las cosas": La historia de la humanidad entre la Encarnación y la Parusía, el regreso de Jesucristo a la tierra al final de los tiempos, es por lo tanto la historia de la realización del Reino de Cristo, en el Cielo y en la tierra, contra todos los intentos de socavar los frutos de la Encarnación a través de los siglos. En esta perspectiva, en la Encíclica Quas Primas, el Papa Pío XI opone a lo que él definió "la peste del laicismo," la doctrina de la Realeza social de Cristo, fundada sobre la unión hipostática, por la que Jesucristo tiene la potestad, como Dios y como Hombre, sobre todas las criaturas.

Las creaturas racionales participan de este plano divino, con su inteligencia y con su libertad infinita e imperfecta, porque sólo Dios es inteligencia y libertad infinita. En cuanto creaturas limitadas, éstas pueden resistir la voluntad divina y buscar un fin diverso del dispuesto por el Creador, pero su rechazo no tiene posibilidad de destruir el plano divino; de lo contrario se debería concluir que el Omnipotente puede ser derrotado por los frágiles seres que Él mismo ha creado.

Esta teología de la historia presupone no sólo la existencia del bien y del mal, sino de hombres, de movimientos y de corrientes que en la historia trabajan a favor o en contra del bien, o postula la existencia, junto a la Iglesia, de sus enemigos. Es el misterio del mal, que surge desde el primer momento de la creación, cuando los ángeles se dividieron y su escisión no fue una simple separación, sino que fue una lucha que tuvo lugar en los cielos, la primera guerra de la historia, una guerra sin cuartel que desde entonces se reitera y está destinada a renovarse hasta el final de los tiempos. El pensamiento católico de los siglos XIX y XX ha definido a este anticristianismo operante en la historia con el nombre de Revolución y ha identificado las etapas en el humanismo y la Revolución protestante, en la Revolución francesa y en la comunista.

La Iglesia, al igual que su Fundador, ha sido combatida y perseguida desde sus orígenes. Las persecuciones comenzaron en Roma, en tiempos de Nerón, el primer gran perseguidor, a quien se atribuye el aforismo jurídico según el cual christianos esse non licet: “no está permitido ser cristianos”; ser cristianos es un delito pasible de castigo: cárcel, trabajos forzados, exilio, la exposición a las fieras o al fuego, la crucifixión, y cualquier otro tipo de muerte fueron los castigos que esperaban a los cristianos desde los primeros siglos, sólo porque eran cristianos. En la sentencia de Nerón ya encontramos formulada aquella moderna, repropuesta por Voltaire, en el tristemente célebre Tratado sobre la Tolerancia: ninguna tolerancia con los intolerantes. Cualquier cosa puede ser tolerada, excepto el cristianismo, o más bien excepto la expresión íntegra y coherente de la vida y de la doctrina cristiana, sobre todo en la vida pública. Desde entonces la historia del Cristianismo es también la historia de sus persecuciones, incluso las de hoy, que se renuevan en cada rincón de la tierra.

No tenemos tiempo para trazar el cuadro de las persecuciones contemporáneas, pero éste es vasto y la bibliografía abundante. Me interesa más que nada insistir en un elemento importante. Las persecuciones no son desastres naturales, como los terremotos y las inundaciones. En el caso de los desastres naturales es difícil de predecir las graves desgracias y lo más importante es imposible detectar y combatir a los responsables. Responsable es la naturaleza y lo que depende de la naturaleza no depende del hombre, sino de los misteriosos designios de Dios, con los cuales los hombres no pueden más que concordar su voluntad.

Las persecuciones, por el contrario, son actos humanos deliberados: presuponen la existencia de perseguidores, es decir, de hombres inteligentes y libres, impulsados por sentimientos o ideas contrarias a las de la Iglesia. Este punto es fundamental, porque con demasiada frecuencia se olvida que no existe sólo el cristianismo, es decir, la religión de los que creen y aman a Jesucristo y a su Evangelio; existe también el anticristianismo, es decir, la ideología de los que no sólo no creen en la religión cristiana, sino que la odian y la combaten.

A la teología cristiana de la historia se opone, a partir del humanismo, una visión del mundo basada en la negación de la dimensión trascendente de la historia. La historia, según esta concepción, no tiene criterios meta-históricos, de orden ético o metafísico, que la puedan juzgar. El progreso, secularización de la idea de Providencia, es la ley inmanente y necesaria del llegar a ser humano. La concepción del hombre como ser perfectible, capaz de un mejorar ilimitado, típica del humanismo, forma parte de la Ilustración, como perfeccionamiento continuo y necesario de la humanidad.

Con la revolución francesa, el Verbo del Progreso se encara en la historia. Las grandes interpretaciones de la historia y los esquemas generales de su periodización –de Hegel, de Marx, de Comte - se forman en el replanteamiento de la Revolución francesa, considerada el evento decisivo que marca el tránsito a una civilización moderna post-cristiana. La idea de progreso como ley necesaria de la historia es el "dogma" sobre el que se funda la idea de la modernidad. La historia se convierte en un recorrido irreversible, caracterizado por un continuo e ilimitado mejoramiento hacia un futuro considerado inevitablemente mejor que el pasado y que el presente. Hegel pudo así definir la historia como Weltgeist, "el camino racional, necesario del espíritu del mundo". La idea de progreso domina las principales corrientes del pensamiento europeo del siglo XIX - desde el liberalismo hasta el socialismo – y penetra en el interior de la Iglesia con el modernismo.

Las religiones seculares del siglo XX absorben la moral en la política y se presentan como un intento de construir, sobre las ruinas de la Cristiandad, una civilización moderna, emancipada de los principios fundamentales del orden natural y cristiano. El socialismo y el comunismo en el siglo XX se presentan como religiones seculares en las que la humanidad se auto-redime del mal y alcanza en la historia y a través de la historia su ilusorio paraíso terrestre.

De allí que asuma el papel de "redentora" de la humanidad, al interior de un recorrido en cuyo horizonte inmanente se sustituye el sobrenatural, el "futuro histórico" al paraíso celeste. Esta visión historiográfica constituye una secularización de la teología de la historia cristiana o, para usar los términos de Eric Voegelin, una "inmanentización" del eschaton cristiano, según el cual Dios crea la historia, la trasciende y la dirige a su fin.


Después de la caída del comunismo: el Islam

Después de la caída del comunismo, el último gran “sueño de construcción” del siglo XX, el viento el relativismo nihilista caracteriza el horizonte contemporáneo. Este nihilismo constituye la verdadera esencia del anticristianismo, que no consiste en lo que pretende construir, sino en lo que quiere destruir. En este sentido, la caída del comunismo y la brusca partida de la idea marxista de Revolución no es el abandono de la Revolución, sino sólo el eclipse de la justificación conceptual, que en un determinado momento histórico el anticristianismo ha querido dar del proceso de secularización de la sociedad.

El Islam se está convirtiendo en el comunismo del siglo XXI, volviendo a proponer a Occidente, en nuevos términos, la dimensión mesiánica y pseudo-religiosa del totalitarismo del siglo XX. Las religiones seculares del siglo XX hacían un llamamiento a la necesidad de absoluto, a la exigencia sacralidad connatural al alma humana. Hoy, cuando, con la caída de la Unión Soviética, la Revolución comunista parece haberse disuelto en el pragmatismo de la sociedad tecnológica, el momento de la religión secular del marxismo se recupera por el radicalismo islámico, en el interior de la lucha contra un Occidente corrupto y explotador. El hombre es religioso por naturaleza, nace con la necesidad de Dios, que no es una creación de su inteligencia, sino una esencia profunda de su ser. En Rusia, cuando el ateísmo transformó las iglesias en museos, la religión no desapareció, sino que salió fortalecida de la persecución. Hoy la estrategia revolucionaria consiste en transformar las iglesias no en museos del ateísmo, como en época soviética, sino en hoteles y supermercados, y ofrecer, al mismo tiempo, una alternativa a la necesidad de lo sagrado, al multiplicar la construcción de mezquitas y minaretes, en el nombre de una religión falsa.

Frente al secularismo y al relativismo de la sociedad post-comunista, el Islam afirma la existencia de una aspiración religiosa del hombre, respondiendo así a la necesidad de sacralidad del hombre contemporáneo. Pero ¿cuál es la receta religiosa que el Islam ofrece al hombre secularizado de nuestros tiempos? A la religión de Mahoma es ajeno el concepto de sacrificio, que en el Cristianismo se deriva de su misterio central, la Cruz. El Islam no pide a sus seguidores una transformación interna: éste se presenta como una religión ritual, que se limita a exigir a sus miembros que respeten los llamados cinco pilares: la afirmación verbal del monoteísmo, la recitación de las plegarias prescritas, el ayuno del Ramadán, el viaje a La Meca al menos una vez en la vida, la limosna ritual. Una vez cumplidas estas obligaciones, el musulmán es libre de sumergirse en el placer: nada en su religión lo llama al sacrificio. Ciertamente, existen formas comparables al sacrificio, desde el ayuno al martirio en la "guerra santa", pero se trata de formas de sacrificio ritual, que nada tienen que ver con el espíritu interior del sacrificio cristiano.

El Islam puede ser definido como una "religión del placer", no sólo porque ignora el sacrificio, sino porque sustituye en el Paraíso el concepto cristiano de felicidad eterna por el de placer eterno, de voluptuosidad sin fin. Djanna, que es el nombre del Paraíso islámico, prevé en primer lugar todas las alegrías de los sentidos: deliciosos banquetes, acompañado por excelentes vinos, los placeres carnales con las Huri, las siempre vírgenes a disposición de los Elegidos. La misma visión de Dios es descripta como un placer físico de la vista y del oído.

Un abismo divide a la religión cristiana de la musulmana no sólo por el rechazo islámico de la Trinidad, sino también para la concepción materialista del más allá que caracteriza al Islam. El Islam, por su materialismo y por su hedonismo, es más afín al comunismo y el relativismo que al Cristianismo. Podemos decir que si el comunismo de Marx trasladó el Paraíso a la tierra, la religión de Mahoma trasladó los placeres de la tierra al paraíso. Si el comunismo es una religión secular, el Islam seculariza, a su vez, el paraíso. En ambos casos, comunismo e Islam, nos enfrentamos a una concepción muy diferente de la propuesta por la tradición espiritual cristiana. Como el totalitarismo en el siglo XX, el Islam no distingue entre política y moral. Si el comunismo absorbía la moral en la política, el Islam absorbe la política en la religión, negando la existencia de un orden natural, cognoscible por la razón, que constituye un momento de la mediación objetiva entre política y fe religiosa.

El Islam puede tener una alta adhesión entre los jóvenes dentro y fuera de Occidente. Los jóvenes occidentales, como todo hombre, aspiran al absoluto, pero están corroídos por el relativismo, son incapaces de sacrificio. La religión mahometana les ofrece un sucedáneo de sacralidad, sin pedir algún sacrificio real. El Islam es una religión grosera, a buen precio, pero que, a diferencia de la New Age, está sostenida por algunas de las naciones más ricas de la tierra y por la Conferencia Internacional Islámica, que reúne cincuenta y ocho países musulmanes que se empeñan en sostener al Islam en el mundo, mientras Europa despelleja las raíces cristianas de su constitución e introduce el delito de “islamofobia”.
A los jóvenes desheredados del Tercer Mundo, y también a los desheredados del primero, el Islam ofrece el paraíso de los sentidos, rápido, a cambio del martirio. La explosión de una bomba permite al Kamikaze pasar del sufrimiento al placer en un segundo. La atracción puede ser irresistible.
Frente al desafío representado por el relativismo cultural y moral y por el Islam, los católicos tienen el derecho y el deber de proponer una filosofía y una teología de la historia fundada en los principios perennes de su Tradición, con el convencimiento que sólo en esta Tradición viviente, en tanto renovada cada día por el Sacrificio incruento de la Cruz, es el futuro de la humanidad. Ellos deben recuperar una concepción militante del Cristianismo, con el convencimiento de que entre bien y mal, entre verdad y error, entre la Iglesia y sus enemigos no hay compromiso ni tregua posible, sino sólo antagonismo y lucha. La lucha conlleva naturalmente el cansancio y el sufrimiento, y el rechazo del sufrimiento y del sacrificio, lleva a muchos a evitar la obligación, con la ilusión de que la tierra no sea un valle de lágrimas, sino un jardín de flores. Esta ilusión está destinada, sin embargo, a provocar sufrimiento y tragedias mayores de cuantas acarrea la lucha. Una de las razones de la derrota de los católicos en la segunda parte del siglo XX ha sido la pérdida de la visión militante del Cristianismo y de la teología de la historia que ésta conlleva. A partir de los años sesenta se juzgó que la causa del anticlericalismo y del laicismo del XIX y del XX fue la intransigencia de la Iglesia que, al condenar al mundo moderno, había producido la reacción. Los católicos han cambiado su actitud hacia el mundo moderno, practicando la política de diálogo y de la mano tendida, pero el proceso de descristianización no se ha detenido. El anticristianismo creció hasta presentarse en forma muy agresiva, con las sofisticadas herramientas de la comunicación moderna.

Hoy no hay peor mal que el pacifismo espiritual, que es la renuncia al espíritu de sacrificio, y no hay virtud más alta que el combate espiritual, que es la elección de quien abraza la Cruz y la hace un símbolo de lucha y de victoria.

No hay victoria sin combate, pero no hay combate sin esta disposición de ánimo militante que nace, a su vez, del espíritu de la Cruz de Cristo, emblema de todo cristiano, símbolo de la victoria sobre la muerte, el único símbolo, como dice san Pablo, del que el cristiano se debe gloriar (Gal. 6, 14).




Traducción Claudio Calabrese

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