Tenemos guerras por todas partes. En Ucrania –que puede ser un nuevo Sarajevo–, en Palestina, en Siria, en Irak, en Afganistán y en toda África
ESTAMOS a mitad del verano de 2014, a cien años del estallido de la Primera Gran Guerra, habiendo tantas semejanzas como diferencias entre ambos estíos. En 1914, una Europa enfebrecida por el nacionalismo convertido ya en imperialismo, semejaba un bosque seco al que la menor chispa podía convertir en pasto de las llamas, como terminó ocurriendo. No solo los gobiernos de las grandes potencias se armaban hasta los dientes para el gran choque que consideraban inevitable e incluso beneficioso para sus respectivos países. También las opiniones públicas tras ellos les empujaban, convencidas de dos cosas que resultaron trágicamente erróneas: que la «gran guerra» iba a ser corta –«en navidades nuestros hombres en casa» era la creencia general– y que todos ganarían a costa de los demás. Existía un consenso sobre ello en cuantos países se convertirían poco después en beligerantes.
La guerra duró cuatro años, con costes inimaginables para todos, pues comenzaron a usarse armas no solo mucho más potentes, sino también capaces de llevar la muerte a las poblaciones civiles en retaguardia, y aunque al final hubo, como no podía ser menos, vencedores y vencidos, perdieron todos, pudiendo decirse que en la llamada «Guerra Europea» comenzó la decadencia de Europa, algo que se vería confirmado en la segunda Gran Guerra o Mundial, cuando los centros de poder se trasladaron a dos superpotencias extraeuropeas, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Fue, en fin, el canto de cisne de la Europa imperial que había venido rigiendo el mundo desde la época de los descubrimientos.
Hoy, solo los extremistas a uno y otro lado del espectro ideológico desean la guerra, mientras el resto, incluidas las grandes potencias, intentan evitarlas, sabiendo lo que significan. Pero resulta que tenemos guerras por todas partes. En Ucrania –que puede ser un nuevo Sarajevo–, en Palestina, en Siria, en Irak, en Afganistán, en toda África y esporádicamente en Iberoamérica, en forma de guerrillas. Junto a otras guerras latentes, las de los nacionalismos irredentos que intentan ser estados, sea en Escocia, en Cataluña o otro lugar, como si no hubiéramos aprendido las lecciones del pasado.
La mayor diferencia la tenemos en la inversión de las corrientes migratorias: ya no son los europeos los que se desparraman por otros continentes en busca de riquezas y poderío, sino los otros continentes los que se vuelcan en Europa (o Estados Unidos) en busca de mejores condiciones de vida. Desde las invasiones bárbaras, ya en la decadencia del Imperio Romano, no se había visto nada semejante, con la diferencia de que esta vez la invasión es pacífica. Pero igualmente imposible de detener, al tratarse de gentes dispuestas a jugarse la vida para alcanzar lo que para ellas es un paraíso, y puede serlo comparado con el infierno que dejan detrás. Como también es imposible que Europa pueda absorber todas las masas africanas y asiáticas que intentan alcanzarla. La aplastarán.
Dos veranos separados por un siglo y dos escenarios distintos en el decorado pero con el mismo drama como argumento: la crisis, tanto económica como moral, la falta de líderes y de valores, el disgusto hacia el pasado y el vacío hacia el futuro, la potencia de nuestra civilización avanzadísima y la impotencia ante los problemas que la aquejan. Europa vuelve a ser un bosque seco al que cualquier chispa puede convertir en incendio. Tiempo y circunstancias ideales para los demagogos, los charlatanes, los oportunistas, los presuntos mesías, los vendedores de sueños, ante multitudes que han perdido la confianza no ya en sus dirigentes, sino en sí mismas.
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